Verdaderamente él siempre fue así, no había manera de darle la vuelta a las cosas y que pareciera distinto. Sonreír era su rutina.
Su desgastado y caducado humor me sacaba de las más sinceras sonrisas, algo que muy pocas personas podían hacer. Su oscuro cabello, que caía rebeldemente sobre su rostro, que a la vez caía lacio marcando cada centímetro de su mandíbula, sus verdes ojos, que transmitían más que un abrazo en un día triste, y por último su blanca y suave piel. Simplemente era perfecto; desde su personalidad hasta su físico.
Tocaba las más melodiosas notas en su vieja guitarra, unas melodías que, al cerrar los ojos, te envolvían y sentías que las notas se colaban entre los poros de la piel, llegando a tu sangre y relajando tus pulsaciones.
La habilidad que tenía al jugar con las cartas, los chistes que contaba, la esencia que desprendía. ¿Cómo iba a poder olvidar a semejante persona?
Se fue, como todo que se inicia y se termina. Empezó nuestra agradable amistad, pero acabó con tu marcha.
Me arrepiento de no haberte dicho nada en todo aquel tiempo, me arrepiento de no haber sido valiente, me arrepiento de ser tan cobarde.